¿Qué pasaría si te dijeran que en algunos velorios se juega? ¿Que los muertos se integran a la vida cotidiana y que olvidarles puede hacer que se aparezcan en sueños? En Calderón, una de las parroquias más grandes y populares del Distrito Metropolitano de Quito, la muerte no es silencio: es canto, memoria, comida y juego. Todo eso se recoge en el libro Morir en Calderón: estructuras y ritualidad funeraria, una obra que transforma nuestra mirada sobre el duelo y la vida comunitaria.
El origen: investigar desde la vida
Publicado tras un trabajo de investigación propuesto por el Instituto Metropolitano de Patrimonio de Quito y desarrollado por la Red Ecuatoriana de Cultura Funeraria en el que han participado historiadores, antropólogos, arquitectos, docentes y más. Este libro documenta las formas en que las comunidades rurales de Calderón viven la muerte, resistiendo al olvido y al desarraigo desde sus propios saberes.
“Nosotros no estudiamos a los muertos”, aclara desde el inicio el historiador Leonardo Zaldumbide, coordinador de educación continua y docente de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) y coautor del libro. “Estudiamos cómo los vivos perseveran, cómo se organizan, cómo recuerdan y cómo resisten. No es un libro académico tradicional, es un insumo vivo, construido con y para las comunidades”.

El cementerio como aula y como espejo
Lejos de la visión lúgubre que muchos tienen de los cementerios, el libro parte de una idea poderosa: los espacios funerarios son lugares vivos, donde se enseña, se debate, se recuerda. “Los cementerios no son para los muertos, son para los vivos”, afirma Daniel Rivera Albuja, también coautor del libro y presidente de la Red Ecuatoriana de Cultura Funeraria.
A lo largo de más de 400 páginas, Morir en Calderón recopila debates sobre prácticas y rituales funerarias relatadas por decenas de comuneros de Calderón. En ellos, por ejemplo, cómo velan a sus seres queridos, cómo celebran la vida incluso en la muerte, cómo se alimentan los recuerdos con potajes típicos y cómo el duelo se vuelve una experiencia colectiva.
Una de las principales revelaciones del libro es que la memoria funeraria no se construye desde la solemnidad, sino desde el vínculo: “Hay comida, hay música, hay juegos. La comunidad no abandona a quien pierde a un ser querido, sino que lo acompaña activamente, incluso durante días enteros”, detalla Daniel.

Jugar para sanar: los juegos funerarios en los velorios de angelitos
Uno de los acápites más sorprendentes del libro está dedicado a los “velorios de angelitos”, es decir, los funerales de niños. En Calderón, cuando un infante muere, el velorio no es una escena de puro luto. Se convierte en una ceremonia llena de simbolismos, colores y juegos.
“Se baila llorando. Es una alegría triste, una despedida que celebra que el niño ha pasado a un plano mejor”, cuenta Daniel, quien investigó esta práctica con el relato de Enrique Tasiguano, músico tradicional e informante clave de la comunidad.
El niño es vestido de ángel y acompañado por juegos funerarios —muchos de ellos recopilados e ilustrados en el libro— como parte de un ritual de tránsito. “Este tipo de prácticas son comunes en América Latina, pero en Calderón tienen una fuerza comunitaria tremenda. Los asistentes juegan durante el velatorio, no para distraerse, sino como forma de acompañar al pequeño y a su familia”, explica Leonardo.

De este ejemplar surgió un libro complementario: Los Ancestros en Calderón: ritos de permanencia y adiós, una publicación educativa dirigida a niños y docentes que propone trabajar el duelo desde lo lúdico, con cuentos ambientados en Calderón, nombres reales y elementos de la cultura local. “Este libro ilustrado busca que los niños de Calderón puedan verse reflejados, que sientan que sus historias también pueden ser parte de un libro”, añade Leonardo.
La comida, los sueños y el muerto que regresa si lo olvidas
Otro de los elementos recurrentes en el libro es el rol de la comida y la interacción con los muertos. Las familias no solo recuerdan a sus difuntos: literalmente comparten con ellos.
“En el mundo andino, el muerto no es una ausencia. Está integrado. Si lo olvidas, se te aparece en sueños. Por eso se le lleva comida, se conversa con él, se le cuenta la vida. Se cuida su tumba. Si no puedes hacerlo, alguien de la comuna lo hace por ti”, relata Leonardo.
El libro documenta cómo las jochas, (estas ofrendas alimenticias colectivas) no solo son un símbolo de solidaridad, sino parte activa del ritual. “Son un alimento para el viaje del muerto, pero también para el viaje emocional de la familia que debe aprender a vivir con esa ausencia”, dice Daniel.
Incluso se recogen testimonios de personas que dejaban pan en la mesa para “ver si el muerto comía” y al regresar encontraban la levadura colapsada. “Decían, ‘ya comió’. Es una lógica distinta, profundamente simbólica y a la vez profundamente humana”, añade Leonardo.
Una apuesta por la memoria comunitaria
Lejos de quedarse en la teoría, el libro Morir en Calderón fue construido con las voces de quienes protagonizan estas prácticas. El trabajo de campo, que duró cerca de dos años, incluyó entrevistas, talleres, revisión de archivos y debates colectivos.
“Muchas veces los libros de historia los escribe un académico desde un archivo. Nosotros hicimos eso, pero junto a las comunidades. Ellos también leyeron los documentos y cuestionaron lo que ahí decía”, recuerda Leonardo.
Y eso cambió todo: desde la idea de propiedad del cementerio hasta el derecho a practicar rituales ancestrales que durante décadas fueron reprimidos por autoridades. “El libro da herramientas a las comunas para defender su memoria frente al avance urbano, frente al olvido institucional. Es un acto de justicia simbólica”, afirma Leonardo.
Un libro que no cierra, sino que abre futuros
Presentado primero en las comunas y no en auditorios académicos, El libro Morir en Calderón busca devolver la palabra a quienes han sido históricamente silenciados. La obra también demuestra que el patrimonio funerario no se limita a lo arquitectónico: detrás de cada rito hay biopolítica, gestión urbana, clase, etnicidad y poder. Por eso, el texto es una invitación a mirar más allá de la lápida y entender la muerte como una dimensión esencial de lo humano.

“La muerte no es el final. Es el lugar desde donde podemos entender nuestros límites, nuestra humanidad. Si el mundo deja de morir, como prometen ahora ciertas tecnologías, también dejará de tener sentido vivir”, reflexiona Leonardo.