Solo en 2022, más de 53.000 embarazos en niñas y adolescentes se registraron en Ecuador, de los cuales 3.386 correspondieron a niñas entre 10 y 14 años. Esto según datos del Ministerio de Salud Pública. Las cifras revelan una realidad estremecedora: el abuso sexual infantil. ¿Qué ocurre cuando una niña enfrenta un embarazo? Más allá de las implicaciones biológicas, ¿cuáles son las consecuencias psicológicas?

El abuso sexual deja marcas profundas en cualquier persona que haya pasado por esta tragedia, especialmente durante la niñez y adolescencia.

“Una violación despoja a la persona de su control sobre el propio cuerpo. Para una niña, que está en pleno desarrollo de su identidad, esto es aún más devastador. El cuerpo se convierte en un objeto, algo ajeno, algo que no les pertenece. Esto puede manifestarse en trastornos de alimentación, autolesiones, abuso de sustancias y relaciones sexuales de alto riesgo”, señala la Mtr. Alexandra Serrano, docente e investigadora de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

La situación se agrava si la violación infantil resulta en un embarazo. “El embarazo impuesto no solo interrumpe un proceso de crecimiento, sino que también perpetúa el trauma inicial. Estos embarazos muchas veces son el resultado de años de abuso. Cuando se obligan a las niñas a continuar con el embarazo y, posteriormente, criar a un hijo, generan una carga emocional y psicológica casi inabarcable para una menor”.

Ese embarazo en niñas interfiere con etapas cruciales del desarrollo, como la formación de la identidad y la independencia.

Además, tiene consecuencias emocionales y cognitivas como:

  • altos niveles de ansiedad y angustia,
  • depresión postparto debido a la falta de apoyo, cambios hormonales y aislamiento social.

También, muchas niñas durante este periodo abandonan sus estudios, lo que limita su desarrollo intelectual y profesional.

La Mtr. Liliana Jayo, directora del Centro del Psicología Aplicada de la PUCE, asegura que las niñas muchas veces enfrentan el desafío de vincularse emocionalmente con un hijo, bajo discursos moralistas que no reconocen la violencia sexual a la que ha sido sometida.

“En contextos de apoyo familiar y recursos adecuados, es posible que el impacto se amortigüe. Sin embargo, no es el caso de la mayoría de niñas. Un embarazo en la niñez, incluye traumas psicológicos, estigma, rechazo, depresión, e incluso problemas de salud física, que pueden incluso causar la muerte”, agrega Liliana.

Un dato alarmante es que la mayoría de los casos de abuso sexual infantil son incestuosos, es decir, cometidos por familiares cercanos como abuelos, padres, tíos, hermanos etc. Esta situación intensifica el impacto psicológico, ya que la víctima no solo debe lidiar con el trauma del abuso, sino también con el dolor emocional que implica descubrir que el agresor es alguien en quien debería haber podido confiar.

“Cuando el agresor es parte del entorno cercano, la niña no puede conceptualizarlo como el ‘malo’, lo que dificulta enormemente el proceso de reparación. En algunos casos, las niñas que buscan ayuda se encuentran con una respuesta de indiferencia o incredulidad por parte de sus familias. Esta falta de protección refuerza la idea de que su vida no tiene valor. En los casos más graves, esto puede derivar en intentos de suicidio o conductas autodestructivas”, explica Alexandra.

Uno de los aspectos más dolorosos de esta problemática es la normalización del término «niña madre» por parte de la sociedad. Esto refleja profundas fallas culturales, educativas y estructurales que perpetúan la violencia y la injusticia contra las niñas. Para Liliana, este enfoque no solo minimiza la gravedad del problema, sino que también invisibiliza el abuso que hay detrás del embarazo infantil.

“Decir que una niña es «madre» desvía la atención del hecho de que el embarazo fue producto de una violación, borrando al agresor y el delito cometido”.

Muchas veces se culpa implícita o explícitamente a las niñas por su embarazo, reforzando la idea de que ellas «lo permitieron» o «son responsables» de lo que les ocurrió. Según Liliana, esto es devastador dado que las niñas que fueron embarazadas, por su edad no están en capacidad de dar su consentimiento, he incluso de reconocer las diversas formas de violencia sexual que existen. La culpa que se carga a una niña potencia su dolor, la revictimiza.

«El Código Orgánico Integral Penal (COIP) en su artículo 171 establece que las relaciones sexuales con menores de 14 años son automáticamente consideradas violación. Dado que estas niñas no tienen la madurez para consentir», expresa Liliana.

Además, asegura que culturalmente, perpetuamos patrones de sumisión. Se enseña a los niños y sobre todo a las niñas, a obedecer sin cuestionar y a ignorar sus propios deseos. Un ejemplo de esto es cuando una niña, es obligada a saludar o dar un beso a alguien cuando no quieren hacerlo. Esto sienta las bases para que no sepan decir «no», a lo largo de su vida y en diferentes contextos. Igualmente, la normalización de la violencia sexual se agrava con la influencia de la pornografía, que en muchos casos se convierte en la única fuente de “educación sexual” para hombres, jóvenes y niños.

Aunque cualquier embarazo en menores de edad es preocupante, hay diferencias entre niñas y adolescentes. Las menores de 14 años no tienen la madurez emocional, cognitiva ni física para ser madres. Sin embargo, Alexandra señala que, aunque las adolescentes de 15 a 17 años pueden estar más cerca de la adultez, la dinámica de poder y la diferencia de edad con sus agresores complican el panorama.

“No es lo mismo una relación entre adolescentes de la misma edad a una relación entre una joven de 15 años y alguien mucho mayor. En este caso, la desigualdad de poder es evidente. La persona mayor tiende a ejercer control sobre la menor, generando una dinámica abusiva y desequilibrada”, dijo Alexandra.

Un embarazo infantil no es maternidad, es violencia sexual. Cambiar el lenguaje es un primer paso para visibilizar el problema y generar conciencia. Los medios masivos muchas veces reportan estos casos como hechos aislados o, peor aún, romantizan la situación, por ejemplo, mostrando a las niñas con sus bebés como «historias de superación».

El cambio para garantizar un futuro digno a las niñas es una responsabilidad compartida por todos: desde las familias, encargadas de protegerlas en su frágil primera infancia, hasta el Estado, que debe asegurar entornos seguros y el respeto a sus derechos fundamentales. Lamentablemente, muchas niñas crecen en contextos donde no se garantiza su acceso a educación, información sobre sexualidad o protección contra la violencia.

Alexandra destaca que el cambio comienza con la educación sexual integral, laica y científica desde la infancia. “Cuando enseñamos a los niños que su cuerpo les pertenece y les damos herramientas para identificar y denunciar abusos, creamos una barrera de protección”, señala. Sin embargo, Liliana advierte que estos esfuerzos suelen ser bloqueados por discursos religiosos y moralistas, lo que deja un vacío que las redes sociales, la pornografía y la música sexualizada terminan llenando con ideas erróneas sobre sexualidad y consentimiento.

Ambas coinciden en que es urgente ofrecer herramientas educativas reales tanto a los niños como a sus familias. Esto no solo previene abusos, sino que también fomenta relaciones basadas en el respeto y el conocimiento. Además, Alexandra subraya la necesidad de un sistema de justicia que comprenda la complejidad de estos casos y priorice la protección de las víctimas, respaldado por políticas públicas que amparen a todos, sin importar creencias personales.

El peso de la culpa no debe recaer sobre las víctimas, sino sobre quienes las violentan y quienes fallan en protegerlas. Solo así podremos construir una sociedad más justa.

Hipersexualización infantil: adultos antes de tiempo

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