Desde la fuga cinematográfica de El Chapo Guzmán hasta los sobornos en la FIFA, las historias de crimen, narcotráfico y corrupción siguen cautivando a millones de espectadores. Las plataformas de streaming multiplican los relatos de true crime donde se mezcla el lujo, la traición y el poder. Ahora, Ecuador podría sumar un nuevo capítulo a este género con el documental de Mayra Salazar, implicada en el caso Metástasis, uno de los últimos escándalos de corrupción del país. Pero, ¿por qué atrae tanto estas historias? ¿Es simple morbo o hay algo más profundo que nos conecta con estos relatos oscuros y muchas veces violentos?

Para comprender este fenómeno, dialogamos con varios expertos de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) que analizan este tema desde diversas áreas.

Narcos, El Patrón del Mal, El Lobo de Wall Street … La lista es larga y no para de crecer. Las historias de crimen han sido retratadas con una estética poderosa, incluso poética. El Mtr. Ernesto Flores, docente de la carrera de Psicología, asegura que esta fascinación tiene raíces mucho más complejas de lo que parece.

“Hay personas que, aunque no lo digan, sienten cierta envidia por quienes se atreven a romper las reglas. No porque quieran ser criminales, sino porque esos personajes hacen cosas que muchos no se atreven a hacer. Freud hablaba de esto como la envidia del perverso. Es decir, hay personas que, por su manera de ser, sienten frustración al ver que otros se animan a cruzar límites que ellos, por razones morales, sociales o de miedo, no cruzarían. Hay una especie de fantasía del crimen que vive en muchos, aunque no lo admitan”.

Para el experto esto podría ayuda a explicar por qué las personas disfrutan viendo a otros personajes hacer lo que nosotros no haríamos. Sin embargo, lo que antes era una denuncia disfrazada de ficción, hoy muchas de estas historias se transforman en idealización pura. “Ya no es solo el placer de ver, sino la pérdida del filtro que antes nos decía esto está mal”, agrega Ernesto.

Para el doctor Jorge Cruz, docente de la carrera de Comunicación y Creatividad Multiplataforma el auge de este tipo de contenidos no es casual. Vivimos, como dice Jorge, en la era del antihéroe. “Atrás quedó la clásica narrativa del héroe que lucha por el bien. Hoy el espectador se identifica con personajes que, aunque cometen delitos o acciones moralmente cuestionables, logran el éxito o la admiración social”, explica Jorge.

Ernesto, concuerda con esta perspectiva. Asegura que ya no nos conmueven tanto los buenos, los honestos, los que luchan por la justicia. Nos aburren. “Preferimos a los antihéroes: oscuros, complejos, ambiguos. Como el Joker, Tony Montana o Pablo Escobar. Ahí entra lo preocupante: cuando lo que antes admirábamos desde lejos, ahora lo vemos como opción de vida. Y quienes más riesgo tienen de cruzar esa línea, son los jóvenes”.

Uno de los puntos más sensibles es el impacto que estas narrativas tienen en los jóvenes. Jorge, explica que el contenido audiovisual no solo entretiene, también educa, moldea imaginarios y referencia estilos de vida. La serie Sin senos no hay paraíso es un ejemplo claro. “Lo que empezó como una denuncia, terminó normalizando el deseo de operarse para conseguir aceptación. Ya no es solo ficción, es modelo de vida”, señala.

Para Ernesto, antes existía una escala de valores más clara. “Podías admirar a un personaje, pero sabías que no querías ser como él. Hoy esa estructura se ha desmoronado. Tu modelo no puede ser el Joker. Puede fascinarte, pero tu referente debe ser tu madre, tu padre, tu comunidad, tu fe. Cuando esos referentes desaparecen, cualquier cosa ocupa su lugar”.

Ese vacío de referentes éticos se vuelve aún más peligroso cuando la ficción se cruza con una realidad social frágil. Las familias desestructuradas, la falta de oportunidades y el abandono estatal dejan a los jóvenes especialmente vulnerables. “En ese vacío, la narcocultura entra con fuerza: lujos, poder, reconocimiento. ¿Para qué estudiar, si tu vecino —como el protagonista de la serie— tiene casa, carro y respeto sin importar cómo lo consiguió?”

Este fenómeno es especialmente alarmante en países como Ecuador, donde la violencia, la corrupción y el narcotráfico forman parte del día a día. El villano de la pantalla muchas veces es el vecino de la esquina. Y eso hace que la narrativa no solo sea creíble, sino aspiracional.

La doctora Ivonne Téllez, docente de la carrera de Derecho, advierte que la preocupación no es solo estética o cultural, sino estructural. “Estos contenidos, cuando romantizan la corrupción, erosionan el sistema democrático. El ciudadano pierde confianza en la justicia, y los jóvenes ven la corrupción como una vía legítima de ascenso social. En ese escenario, el Estado de Derecho es solo papel”.

Entonces, ¿de quién es la responsabilidad? ¿De los medios, de las plataformas, del Estado…? Jorge lo plantea desde otro ángulo: “Si mi hijo ve narcoseries y las disfruta, algo puedo hacer yo como padre. Algo no expliqué. La responsabilidad no está solo en los medios. Está en el hogar, en las escuelas, en cómo educamos para consumir críticamente» .

Pero, por supuesto, también hay responsabilidad mediática. Las plataformas priorizan los contenidos que generan más ingresos. Y mientras haya audiencia para estas historias, se seguirán produciendo. La demanda alimenta la oferta. “Las plataformas son máquinas expendedoras. Si la gente no sacara productos de esa máquina, cambiarían el contenido”, explica Jorge.

En Ecuador, este tipo de contenidos presentan una debilidad jurídica. Ivonne menciona que el país no cuenta con una legislación específica que regule estas producciones audiovisuales, especialmente las que abordan casos judiciales sensibles. “Más allá de la Ley Orgánica de Comunicación, que trata generalidades, no hay un marco normativo que impida la difusión de contenidos que podrían interferir en procesos judiciales activos o manipular la percepción pública”, señala. La falta de regulación, sumada a la dificultad de controlar la difusión digital, deja la puerta abierta a una narrativa que, más que informar, puede deformar.

Lo que consumimos, lo que admiramos, lo que compartimos, dice mucho de quiénes somos. “Estas historias —de narcotráfico, corrupción, asesinato— son, al final, el espejo de una sociedad en crisis”, dice Ernesto. Un espejo que a veces no queremos mirar… pero que urge analizar.

Y tal vez la verdadera pregunta no sea por qué nos atrae tanto el crimen, sino: ¿qué vamos a hacer con lo que ese espejo nos está mostrando?

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