“Un golpe y verás cómo deja de llorar”, “un correazo y listo, así te obedece”, “a mí me educaron así y no me morí”. Diversos contextos culturales, especialmente en la crianza, han normalizado durante mucho tiempo el castigo físico en menores. Un estudio liderado por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), arrojó luces sobre las dinámicas sociales y culturales que perpetúan esta práctica, así como sus consecuencias psicológicas y legales.

En Ecuador, el castigo corporal continúa siendo una realidad alarmante. En 2015, entre el 31% y el 35% de los niños en distintas regiones del Ecuador recibieron golpes como medida correctiva, según datos del Observatorio Social del Ecuador.¿Qué significa crecer bajo estas condiciones? ¿Qué consecuencias deja en quienes lo vivieron? ¿Por qué esta práctica se reproduce generación tras generación? Estas preguntas fueron el eje del estudio titulado Crecer con violencia: los castigos corporales dentro del hogar. Una investigación elaborada por la Facultad de Psicología y la Facultad de Jurisprudencia de la PUCE.

“Esta línea de investigación se inició en 2017, en colaboración con el doctor Mario Melo, director del Área Académica Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades. Nació de la observación de cómo el castigo físico estaba profundamente arraigado en prácticas culturales y familiares”, expresó la Mtr. Alexandra Serrano, líder de la investigación y docente de la Facultad de Psicología.

Este estudio incluyó a 114 adultos (hombres y mujeres) de entre 20 y 59 años. Residentes en Quito, Guayaquil y Puyo, y provenientes de clases medias y media altas.

“Realizamos entrevistas semiestructuradas en profundidad para explorar percepciones, opiniones y experiencias respecto al castigo corporal. Los resultados fueron impactantes”, agregó Alexandra.

Se evidenció que el 90% de los participantes reportaron haber experimentado castigos corporales durante su niñez.

Los castigos más comunes identificados incluyeron:

  • golpes con correa,
  • baños de agua fría,
  • bofetadas y
  • jalones de orejas.

Además, se encontró que el 74% de las personas que fueron castigadas durante su niñez replican esta práctica con sus propios hijos. Evidenciando patrones de reproducción intergeneracional. Por el contrario, quienes no fueron castigados físicamente, no aplicaron castigos corporales con sus hijos.

Una de las revelaciones más inquietantes del estudio es la tendencia a idealizar el castigo corporal. Muchos participantes atribuyen su desarrollo personal y moral a las correcciones físicas recibidas en la infancia. Frases como «a mí me pegaban y estoy bien» reflejan una normalización de la violencia, que a menudo es percibida como una muestra de amor o una herramienta formativa.

Sin embargo, el análisis revela que este tipo de disciplina deja secuelas psicológicas profundas, especialmente cuando los castigos son percibidos como injustos. “Una participante recordó con lágrimas en los ojos un castigo recibido en su infancia, lo que demuestra cómo estas experiencias pueden marcar de manera negativa a las personas a lo largo de su vida”, agregó Alexandra.

El castigo corporal está en contraposición directa con los estándares internacionales de derechos humanos. La Convención sobre los Derechos del Niño y organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han instado a Ecuador a prohibir esta práctica en todos los entornos, incluido el hogar.

“A pesar de la prohibición legal del castigo físico en centros educativos y sistemas de rehabilitación social, muchas familias siguen tolerando esta práctica en los hogares”. Esto, según Alexandra, genera una ambigüedad legal y cultural que perpetúa la normalización de la violencia bajo conceptos como el “castigo justo”.

Para trabajar esta problemática. Los investigadores de la Facultad de Psicología junto a un grupo de alumnis de Psicología Clínica realizaron un reciente estudio con una muestra de 38 padres y madres. Este se enfocó en encontrar alternativas al castigo físico mediante un programa de 12 sesiones terapéuticas. El programa, diseñado para implementarse en servicios públicos, logró reducir significativamente o eliminar las prácticas de castigo físico y verbal en la mayoría de los casos.

Alexandra enfatizo que el cambio comienza con los padres, quienes deben reelaborar sus propias experiencias de violencia infantil para desarrollar empatía hacia sus hijos. «Un niño ve el mundo con ojos de niño. Es responsabilidad del adulto interpretar sus necesidades y emociones desde esa perspectiva«, señaló.

Además, el programa incluyó sesiones de psicoeducación, enseñando a los padres sobre el desarrollo cerebral infantil y ofreciendo herramientas concretas para manejar situaciones como berrinches o conductas desafiantes de manera respetuosa.

«Ser padre o madre es inevitablemente revivir nuestra propia infancia. Si no hemos sanado nuestras heridas, criar a nuestros hijos puede convertirse en una experiencia dolorosa y llena de desafíos», concluyó Alexandra.

Su investigación invita a las familias y a la sociedad en general a repensar las dinámicas de crianza y adoptar métodos que prioricen el respeto y el bienestar emocional de los niños.

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