Conversamos con el Padre Carlos Ignacio Man-Ging Villanueva, el nuevo rector de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) para el período 2025 -2030.
Jesuita, académico y convencido del proceso educativo para la transformación de las personas en agentes de desarrollo. Ha sido parte de la PUCE como docente, investigador y decano de la Facultad Eclesiástica de Ciencias Filosófico-Teológicas. Ganándose el aprecio de estudiantes, docentes y colaboradores.
En esta entrevista buscamos conocer más de cerca a la persona detrás del cargo: su trayectoria, sus motivaciones y, sobre todo, su visión para el presente y el futuro de nuestra universidad.
¿Quién es Carlos Ignacio Man-Ging?
Soy un sacerdote jesuita de 57 años, oriundo de Guayaquil. Mi camino personal y vocacional me ha llevado a recorrer diferentes zonas del Ecuador y también otros países. He trabajado especialmente en el acompañamiento espiritual y en el fortalecimiento de las competencias de la inteligencia espiritual, lo que me ha permitido estar en contacto con diversas culturas, profundizar en distintos idiomas y a empaparme de diferentes realidades.
Además, tengo una herencia particular: un 25% de ascendencia china. Esa raíz me ha permitido combinar lo propio de nuestra identidad latinoamericana con una sabiduría oriental que también me enriquece.
¿En qué momento descubrió su vocación jesuita y de qué manera ha marcado su forma de ver la vida y la educación?
La pregunta sobre mi vocación surgió a los 17 años, en el colegio. En ese momento me preguntaba qué iba a hacer con mi vida al terminar esa etapa de formación. Mi primera intención fue estudiar Medicina; incluso llegué a matricularme en la universidad para seguir esa carrera. Sin embargo, a partir de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio pude profundizar en el llamado interior y en cómo orientar lo que soy y podía hacer.
En ese tiempo, la vocación sacerdotal no se presentaba aún de forma clara; más bien me movía un fuerte deseo de servicio misionero, de cercanía con los más necesitados y un profundo amor y reverencia por la Eucaristía. Con el proceso de discernimiento y los primeros años universitarios confirmé que, si bien Medicina me encantaba y era una posibilidad real, lo vocacional y religioso tenía un peso más profundo.
Así comenzó mi formación como jesuita. Un proceso largo, amplio y muy generoso que me llevó por la literatura, las humanidades, la filosofía, la pedagogía, la teología y otros saberes que me ayudaron a seguir descubriendo el camino. En la Compañía de Jesús lo que buscamos es hacer la voluntad de Dios, y todo lo que estudiamos o trabajamos está orientado hacia ese propósito como proyecto de vida.
Mi formación me llevó también a Filipinas, donde realicé una etapa final de formación, antes de volver a la PUCE para incorporarme definitivamente. Desde 1988 hasta mi ordenación sacerdotal en 2001 en Guayaquil, transcurrieron años intensos de formación y prueba. Finalmente, en 2012, fui incorporado de manera definitiva a la Compañía de Jesús.
¿Qué valores personales y espirituales guían su misión como rector de la PUCE?
Recibí este nombramiento el 4 de junio de 2025 con mucha alegría y como una misión especial. Antes me desempeñaba como decano de la Facultad Eclesiástica de Ciencias Filosófico-Teológicas, por lo que considero que este nuevo encargo es, en cierto sentido, una continuidad. La diferencia está en que ahora la mirada debe ser más amplia y diversificada, aunque el tiempo de dedicación siga siendo el mismo.
Los valores que me acompañan son la transparencia ética, el cuidado de los más vulnerables y el compromiso con una formación integral de calidad. No se trata solo de transmitir información, sino de consolidar un proceso formativo profundo que prepare a nuestros estudiantes para los desafíos actuales. Este es un propósito muy amplio que requerirá implementar con paciencia acciones, estrategias y tácticas que hagan posible ese desarrollo.

¿Cómo entiende la misión de una universidad pontificia, católica y jesuita en medio de las crisis sociales, culturales y ambientales de hoy?
La misión se entiende desde la comunidad: no camino solo, sino junto a otros jesuitas y colaboradores que comparten esta espiritualidad y que buscan, sobre todo, discernir y hacer la voluntad de Dios. No se trata de negar o rechazar las crisis, sino de asumirlas con creatividad mediante un trabajo en común.
Algo hermoso que pude experimentar en mi etapa en Alemania fue el concepto de Zusammenarbeit, que significa “trabajar juntos”. Ese espíritu de colaboración conecta directamente con la propuesta actual de la Iglesia: el camino sinodal, es decir, caminar y cooperar en comunidad.
En el caso de la PUCE, lo que nos distingue de otras instituciones es precisamente nuestra triple identidad: somos una universidad pontificia, católica y confiada a la Compañía de Jesús. Estas dimensiones no son espacios separados, sino realidades que deben articularse.
Lo pontificio nos abre a la misión de la Iglesia para toda la sociedad; lo católico nos recuerda su sentido universal y su apertura al diálogo plural; y lo jesuita nos invita al seguimiento de Cristo desde la espiritualidad ignaciana.
Esto no significa proselitismo religioso, aunque la espiritualidad esté siempre presente. Ser católica implica vivir la apertura y el diálogo sin perder identidad. Nuestra misión se alimenta de valores cristianos profundamente arraigados en la fe popular: la devoción a la Virgen María, la confianza en la voluntad de Dios y la esperanza en la cruz que conduce a la resurrección.
La tónica ignaciana está en todo lo que hacemos: seguir a Cristo y abrirnos a múltiples manifestaciones de fe. Incluso en diálogo con personas que no creen abiertamente o que tienen reservas frente a lo trascendente. Y lo hermoso de la universidad es justamente eso: ser un espacio donde distintas plataformas, actores y realidades pueden articularse en beneficio de la sociedad.
¿Qué significa formar integralmente a un estudiante en la PUCE?
La formación integral va más allá de transmitir información. Los conocimientos están hoy al alcance gracias a la modernidad, pero la clave está en que esos conocimientos se asimilen de manera sólida, que se conviertan en un fundamento para sostener la personalidad.
Nuestros jóvenes, entre los 18 y 25 años, atraviesan una etapa decisiva, cargada de desafíos, y muchos llegan con experiencias complejas. Venimos de una pandemia hace apenas cinco años, enfrentamos un deterioro en temas de seguridad nacional y también cuestionamientos éticos sobre las profesiones. Nos preguntamos: ¿nuestros graduados contribuyen éticamente a la sociedad en medio de esta complejidad?
A eso apunta la formación integral. Brindar bases sólidas de conocimiento con los mejores docentes, fomentar la internacionalización para ampliar horizontes culturales. Al mismo tiempo, cultivar virtudes y valores como la generosidad, la magnanimidad, la perseverancia, la puntualidad y el orden.

Todo esto configura un estudiante con sensibilidad social, empatía. A la vez, cuestionamientos profundos sobre su propio ser: ¿quién soy?, ¿qué hago? y ¿hacia dónde voy?
¿De qué manera se puede fortalecer el compromiso social y comunitario de la PUCE, especialmente con los sectores más vulnerables del país?
La vinculación con la sociedad está en nuestro ADN. Nuestros estudiantes realizan horas de servicio no solo como requisito académico, sino por convicción. Pero queremos ir más allá: llegar a comunidades donde otras instituciones no llegan, ofrecer formación técnico-tecnológica, de grado, posgrado y maestrías tecnológicas, así como competencias clave para que las personas sean exitosas y puedan superar condiciones de vulnerabilidad.
Esto no ocurre solo en zonas apartadas. También en nuestras ciudades existen poblaciones en situación de vulnerabilidad, incluyendo personas en frontera, migrantes, refugiados o víctimas de trata de personas.
Un ejemplo concreto del compromiso de la PUCE es el programa de prevención del abuso sexual, que llevamos adelante desde hace ocho años. No ha sido un trabajo rimbombante, sino constante, generando una cultura de prevención que poco a poco se afianza y también transforma nuestra propia institución.
¿Qué significa para usted consolidar la visión de una PUCE nacional?
La universidad tiene la capacidad de conectar, mediar y tender puentes. De hecho, su mismo nombre, Pontificia —del latín pons, pontis, que significa puente— nos recuerda esa misión. Allí está la gran oportunidad: que docentes, estudiantes y todos los que conformamos la comunidad educativa unamos esfuerzos en la vinculación y el servicio, comprometiéndonos a ser puentes.
La gran pregunta es: ¿desde qué orilla o desde qué punto del puente realizo yo esa mediación? La universidad está inserta en realidades complejas, llenas de retos, pero también con un enorme potencial. Esto le permite no solo atraer estudiantes que aporten con su talento, sino también instituciones que depositen su confianza en nosotros.
Tenemos, por ejemplo, la posibilidad de expandirnos hacia Galápagos, donde ya existen proyectos de investigación; en la Amazonía, donde la Iglesia impulsa la exhortación Querida Amazonía; y en otros territorios donde podemos incidir con un trabajo mancomunado. Eso es lo que significa ser plural: tener una identidad clara, pero al mismo tiempo abierta.
El lema ignaciano es: “ser más para servir mejor”. ¿Qué mensaje les deja a los jóvenes sobre esta idea?
La propuesta formativa confiada a la Compañía de Jesús apunta al Magis, que en latín significa “el máximo”.
Esto se traduce en procurar que incluso las acciones pequeñas den el mejor fruto posible. No se trata del rédito, del impacto inmediato o de cumplir con un estándar, sino de responder a lo que la persona está llamada primero a ser y, después, a hacer. El ser es el punto de partida, y de allí brotan virtudes como la magnanimidad, la generosidad y la capacidad de comprometerse con liberalidad.
El “ser más” no debe entenderse como un afán de mostrar poder, de imponerse sobre otros o de crecer a costa de los demás. Al contrario, ser más significa poder servir, y en ese sentido, como recuerda el Evangelio, el primero debe hacerse el último. No es el que más grita o el que más aparece quien realmente encarna este espíritu, sino aquel que, desde la humildad —del humus, la raíz, la tierra— reconoce su origen y se compromete a crecer desde allí.
Formación integral
De lo contrario, formaríamos personas desconectadas de su identidad, de su cultura y de la razón por la cual se preparan. El “ser más” es un proceso de formación y de conversión personal que comienza con la gratitud: reconocer los dones recibidos, los bienes, la familia, el amor. Ese reconocimiento lleva, con la gracia de Dios, a la convicción de que la formación y los títulos académicos no son un fin en sí mismos, sino un medio para integrarse en el concierto mundial con una dimensión esencial: el servicio.
Esto no significa trabajar gratis, como algunos podrían pensar. El trabajo es digno y merece su salario y su justa recompensa. Pero nunca debe olvidarse que la verdadera plenitud del trabajo está en su dimensión de servicio, porque justamente es allí donde se transforma en un bien que regresa multiplicado a la persona y a la sociedad.
Si pudiera soñar en voz alta, ¿cómo quisiera que se recuerde a la PUCE bajo su rectorado dentro de cinco años?
Si Dios me concede vida y salud, me gustaría que la PUCE sea plenamente lo que está llamada a ser por su propio nombre: una Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Profundamente inculturada en la realidad nacional, capaz de afrontar los desafíos que hemos mencionado y abierta a la creatividad para servir de manera efectiva a las poblaciones más vulneradas.
Quiero que quienes confían en la universidad —ya sea por elección o por necesidad— encuentren en nosotros una institución confiable, abierta, capaz de generar nuevos encuentros y respuestas. Pensemos, por ejemplo, en la formación para el adulto mayor o en la flexibilidad pedagógica y académica que se requerirá para responder a los retos actuales del mundo. La empleabilidad, la inteligencia artificial, los cambios sociales y culturales.

La PUCE debe ofrecer soluciones flexibles, certeras y consolidadas que permitan a nuestros estudiantes no solo obtener un título académico reconocido, sino también abrir otras puertas y oportunidades.
En definitiva, aspiro a que la universidad, desde su espiritualidad, sea un fuego que enciende otros fuegos. No un fuego destructivo, sino un fuego de amor, de calidez, de hogar. Porque esa relación humana, cercana y transformadora, no puede estar ausente de la formación universitaria.
Finalmente, Padre, ¿cómo podemos contribuir desde la PUCE a construir un mundo mejor?
La propuesta de un “mundo mejor” fue planteada en la primera mitad del siglo XX como un deseo de la Iglesia para impulsar una sociedad en desarrollo. Ese anhelo resuena plenamente en el ideario de nuestra universidad. El P. Aurelio Espinosa Pólit S.J., lo recogió en 1946, año de la fundación de la PUCE, cuando, en medio de los desafíos que vivía el Ecuador, se consolidó la creación de esta institución confiada a la Compañía de Jesús.
Ese sueño implica hoy que toda la comunidad universitaria —cada vez más amplia y presente no solo a nivel nacional, sino también internacional con diversos programas— pueda colaborar humildemente. Y digo humildemente porque es necesario reconocer incluso nuestras propias limitaciones para, desde allí, potenciarnos y consolidar un verdadero desarrollo humano.
De este modo, estudiantes, docentes, personal administrativo y de servicio, así como todos quienes de alguna manera se relacionan con la universidad, tienen la oportunidad de crecer en humanidad y proyectarse hacia una trascendencia. En definitiva, ese camino nos conduce a la gratitud.
Si hubiera una palabra que resuma todo, esa sería justamente gratitud. La gratitud es lo que nos hace plenamente humanos; es la memoria del corazón que nos permite abrirnos al mundo con generosidad y confianza. Ese es nuestro verdadero deseo: una universidad abierta, con identidad católica, pero siempre al servicio de los demás.
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